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El pantano: corrupción y fraude en el laboratorio IBT

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                                                                                                                                             08/04/2017

                                               Por Evaggelos Vallianatos Historiador y ambientalista para HuffPost

                                                           Traducción y adaptación para www.lavaca.org, Anabel Pomar

Supongamos que estás interesado en la salud pública y ambiental. Supongamos además que ingresas accidentalmente a un gran laboratorio en los suburbios de Estados Unidos. La recepcionista es una química. Ella te informa que el laboratorio ha estado probando todo tipo de productos, incluidos pesticidas y medicamentos, para asegurarse de que estas sustancias químicas no causen daños irracionales a las personas y el medio ambiente. Le preguntas quién fundó el laboratorio y ella recita alegremente que a un distinguido bioquímico de una universidad de renombre se le ocurrió la idea de satisfacer las demandas de seguridad del gobierno. Luego, la recepcionista te deja en paz y te dice que esperes para hablar con uno de los científicos que más sabe sobre el laboratorio y su funcionamiento. Esperás pero nadie aparece. Decides explorar el lugar por tu cuenta. Ingresás a una gran habitación con la infraestructura de un laboratorio: mesas cargadas con frascos, escalpelos, probetas, productos químicos varios, equipos quirúrgicos y para realizar estudios patológicos. Inmediatamente reaccionás, deseando salir de la habitación. Un horrible hedor flota en el aire. Un rociador de agua roto arroja agua sobre jaulas llenas de ratones, ratas y perros. Las ratas corren hacia un pantano: agua mezclada con excrementos de animales que cubren el piso. Luego, sorprendido, ves a un técnico que sostiene un frasco de gas somnífero corriendo detrás de las ratas. Te retiras horrorizado y vuelves al hall de entrada donde la recepcionista con calma habla por teléfono con la policía por la presencia de un intruso. Y ahí te das cuenta. El intruso sos vos. Este podría ser el comienzo de un drama de ciencia ficción: locos que dirigen un laboratorio peligroso financiado por el gobierno y la industria. Sin embargo, esto no es ciencia ficción en absoluto. Sucedió en las amplias instalaciones de Industrial Biotest con sede en Northbrook, Illinois. IBT hizo su trabajo sucio desde la década de 1950 hasta la década de 1970.

En 1953, Joseph Calandra, profesor de bioquímica de la Universidad Northwestern, fundó IBT. Estaba dispuesto a convertirse en un hombre rico e influyente. El laboratorio se convirtió en su instrumento de dinero y poder. Calandra “probó” cientos de medicamentos y pesticidas para compañías, instituciones privadas y departamentos gubernamentales estatales y federales. Para cuando los agentes federales invadieron IBT, en 1976, el laboratorio había probado alrededor del 40 por ciento de todos los pesticidas en el país. Pero la prueba de plaguicidas y otros productos químicos en IBT fue un mayúsculo fraude. El laboratorio tenía la apariencia de una instalación de pruebas científicas. Pero en realidad era un pantano de inmundicia y corrupción. No tuvo nada de cientifico. Los animales fueron la fachada. Los científicos fueron los accesorios. Los animales comieron alimentos envenenados por los productos químicos que buscaban la aprobación del gobierno para comercializarse. Sin embargo, no importaba lo que esa comida envenenada le hiciera a los animales. Los técnicos-científicos que realizaron las pruebas simplemente destrozaron a los animales que desarrollaron tumores, cáncer u otras enfermedades. Luego, los técnicos aceleraron la ejecución de los estudios inventando datos. Así es como IBT funcionó. El patólogo que “les aguó la fiesta” fue Adrian Gross. En 1976, Gross hizo una inspección y descubrió que el laboratorio era en realidad una fábrica gigantesca montada para el fraude. Gross trabajó para la Administración de Drogas y Alimentos de los Estados Unidos. En 1979, se unió a la Agencia de Protección Ambiental de los EE. UU., donde también trabajé. Durante varios años, Gross y yo fuimos buenos amigos y colegas. Hablamos extensamente sobre IBT.

Gross no tenía dudas de que los gerentes de IBT eran criminales. Su único interés era escribir informes elaborados sobre cuán benignos eran los productos químicos “probados” en sus laboratorios. Tengo un capítulo sobre la corrupción en IBT en mi libro, “Poison Spring” (Primavera envenenada).

Esta historia de pruebas fraudulentas explica la falta de fiabilidad de la evidencia de la compañía que permitió registrar/aprobar los pesticidas que por allí pasaron. La tradición pantanosa en la aprobación de pesticidas continúa hasta nuestros días.

La EPA cerró IBT en 1983. La EPA también clausuró varios laboratorios similares a IBT. Pero lo que EPA no cerró fue el mecanismo de fraude instalado en esos lugares.

La puerta que habilita y permite la continuidad de esa práctica corrupta es la propia Ley de Pesticidas, redactada por los mismos contaminadores. Esa ley le permite a las empresas realizar las pruebas de sus propios productos. También fomenta el engaño para ocultar el riesgo. En tercer lugar, los agronegocios obligaron a la EPA a defender la industria “regulada”. La EPA ha estado clasificando los pesticidas más que defendiendo la salud pública y ambiental.

Por ejemplo, el glifosato, el herbicida más vendido de Monsanto, salió del pantano IBT. Esto es algo que desconocía mientras trabajé en la EPA. Me enteré por una secuencia de documentos de Monsanto que vieron la luz del día porque muchas personas enfermas de cáncer por la exposición al glifosato están demandando a Monsanto.

El 17 de marzo de 2015, William F. Heydens, un científico de Monsanto, envió un correo electrónico a su colega Josh Monken en el que decía que el Roundup tenía niveles “bajos” de formaldehído cancerígeno y compuestos N-nitrosos cancerígenos. Además, Heydens escribió, “Muchos estudios toxicológicos para glifosato se han realizado en un laboratorio (IBT – Industrial Biotest) que la FDA / EPA descubrió generaba datos fraudulentos en la década de 1970”.

Este solo hecho, que muchos de los estudios que el gobierno usó para aprobar el glifosato provienen del IBT, deberían haber sido motivos para prohibir el glifosato. Sin embargo, Monsanto sabe jugar con sofisticación los juegos de la ciencia y el poder. La compañía no ahorra dinero para influir en los políticos de ambas partes. Su propio personal escribiría capítulos o artículos para académicos dispuestos a “probar” que el glifosato no es carcinógeno. Monsanto ha estado ganando tanto dinero con el glifosato que se ha vuelto paranoico e inmoral en su defensa del glifosato. Sin embargo, la lucidez a veces prevalece y la verdad sale a la luz. Eso sucedió el 22 de noviembre de 2003. En un correo electrónico a un colega, una toxicóloga de Monsanto, Donna R. Farmer, dijo: “no se puede decir que el Roundup no sea carcinógeno”. Ella tiene razón. El Roundup es un carcinógeno. Incluye glifosato,y otros químicos  carcinógenos como el formaldehído, algunos de los cuales pueden ser aún más tóxicos que el glifosato testeado en el IBT. La Ley de Pesticidas clasifica estos materiales tóxicos como “inertes”. Es hora de drenar el pantano. No es posible aceptar más engaño, encubrimiento y corrupción. Los documentos liberados de Monsanto y del gobierno complementan la imagen que algunos de nosotros hemos construido, es la corrupción lo que mantiene al glifosato y otros plaguicidas en el circuito comercial.